jueves, 21 de agosto de 2014

TODOS CONTRA LA VERDAD, libro de Herbert Morote


¿Qué ocurrió en el país entre 1980 y el 2000: conflicto armado o genocidio?
“YO ACUSO: FUE UN GENOCIDIO”
A casi once años de cumplirse la presentación del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación se presentó en Ayacucho el 13 mayo, un libro polémico y provocador bajo el título de "Todos contra la verdad” de Herbert Morote. Tras los comentarios de los panelistas que asistieron a la presentación del libro se reavivó una vieja discusión conceptual y hasta jurídica sobre si lo que ocurrió en Ayacucho fue una "guerra interna", “conflicto armado” o “algunos excesos”. Para Morote no valen los eufemismos y acusa sin desparpajo que lo que se perpetraron fueron actos GENOCIDAS de ambas partes: tanto de las organizaciones terroristas como de los agentes del Estado.

Más de una década va desde que el Dr. Salomón Lerner Febres presentó el Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación y muchas de sus recomendaciones no han sido aún implementadas. Ayacucho, que según las estadísticas arrojadas por la CVR fue la región más violentada durante este aciago periodo, no ha merecido la atención, el desagravio, ni la reparación que le correspondería. Muchos de los “violentadores” o “perpetradores de crímenes” contra los Derechos Humanos viven impunemente, otros han vuelto al ruedo político una vez prescritos sus crímenes, todo ello bajo la venia de un sistema judicial acomodaticio que suele llamar “exceso”, “secuelas colaterales” a lo que para Herbert Morote no fue otra cosa que “Genocidio”.

“CONFLICTO ARMADO INTERNO, GUERRA CIVIL, ACTOS DE TERRORISMO, O GENOCIDIO”
La Comisión de la Verdad y Reconciliación ha considerado que durante el periodo de la violencia se produjo un "conflicto armado interno". Morote deja entrever que esa denominación obedece a que la CVR prefirió evitarse complicaciones de declarar al citado conflicto como "guerra civil", ya que de ser así a "los terroristas [...] si se les captura se les puede considerar prisioneros de guerra conforme a las convenciones de Ginebra por las cuales tienen derecho a benignas condenas, suaves interrogatorios, alimentación, alojamiento, trabajo y remuneración, prácticas religiosas, actividades culturales y un largo etcétera". Sin embargo no solamente Sendero Luminoso sería el beneficiado con esta categorización conceptual de lo que realmente ocurrió; muchos de los agentes estatales y no estatales "responsables de miles de actos violatorios de derechos humanos" también procuraron que los asesinatos colectivos, sistemáticos y reiterados no sean considerados como genocidio sino como "excesos" o "daños colaterales" producto de cualquier conflicto armado. Los gobiernos de turno, en todo caso, prefirieron considerar esos "excesos" como acciones aisladas, ajenas a algún mandato gubernamental.
Para José Coronel, ex miembro de la CVR, era imposible declarar que las 68.280 víctimas fatales de la violencia política fueran consideradas como genocidio debido a que existen ciertos parámetros internacionales que deben cumplirse previamente. Por su parte, el doctor Richard Llacsahuanga, catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga, considera que sí hubo genocidio debido a que la mayor parte de las víctimas de la época de la violencia fueron pobladores de las zonas rurales de la Sierra Sur, que tenían como lengua materna el quechua y otras lenguas originarias, y que además eran pobres según el censo del INEI del año 1993. Entonces, no fue casualidad, como lo señala la CVR  que Sendero Luminoso "se transformara en un proyecto fundamentalista, de potencial terrorista y genocida" y que el gobierno de Fujimori decidiera esterilizar forzadamente a 300.000 mujeres, "en su mayor parte indígenas y quechua-hablantes".  Según esa lógica, el gobierno de Fujimori habría tenido por objetivo aniquilar desde su seno a los grupos terroristas. Si, como lo señala el doctor Llacsahuanga, el gobierno consideraba que Sendero Luminoso estaba mimetizado en la población indígena quechua-hablante, era probable que los hijos de ese grupo étnico también lo fueran; entonces, la salida era asesinar a mujeres y niños; o evitar que nazcan más "terroristas" esterilizando a las mujeres.

Morote no se anda con rodeos y en su libro categóricamente afirma que "…en el Perú hubo un genocidio en toda regla. No fue una guerra civil, no fue ‘conflicto armado”, porque “las víctimas no pertenecían a los bandos combatientes sino fueron civiles pacíficos que nada tenían que ver con el conflicto". El autor cita el Estatuto de Roma publicado por la Corte Penal Internacional en el 2002 en la que se define el genocidio como actos "perpetrados con intención de destruir total o parcialmente un grupo nacional, étnico, racial, o religioso tales como: (1) matanza de miembros del grupo, (2) lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo, (3) sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; (4) medidas destinadas a impedir nacimientos en el seno del grupo; (5) traslado por la fuerza de niños del grupo a otro grupo".

Para corroborar esta afirmación basta con recurrir a los datos estadísticos ofrecidos por la CVR quien constató que el  79% de las víctimas fatales del conflicto interno vivía en zonas rurales y el 56% se ocupaba en actividades agropecuarias; el 75% tenía como lengua materna el quechua u otras lenguas originaria; el 68 por ciento de las víctimas no habían concluido la educación secundaria, es decir eran poblaciones ubicadas en los estratos inferiores de la sociedad. "Más claro ni el agua", sentencia Morote, "[...] fue un genocidio. [...] En nuestro caso no fue solo un bando al que no le importó la vida indígena: tanto los terroristas como las fuerzas del Estado lo hicieron y hasta ahora no se arrepienten.

INFORME FINAL: NINGUNEADO POR TODOS

El libro de Morote acusa sin ambigüedades los infundios a que ha sido sometido el Informe Final por parte tanto de la “extrema izquierda” y de la “derecha cavernaria”. El Movadef que pide la amnistía para todos los “presos políticos” de uno y otro bando; y los fujimoristas que hacen lo mismo para su líder:

“[…] el Perú le ha hecho un ‘apanao’ cruel, miserable y abyecto al informe de la CVR no porque dijera mentiras sino por decir la verdad, por denunciar crímenes, por señalar culpables. Quizá por primera vez en nuestra historia tanto los unos y como los otros han estado de acuerdo en algo: desacreditar y vilipendiar a la CVR. Es como para no creerlo: los terroristas y la derecha cavernaria van de la mano”.
A ese coro se suman los medios de comunicación, líderes de opinión y una población confundida. ¿Pero quién conoce exactamente el contenido del informe voluminoso de la CVR?: pocos. La mayoría de los peruanos tiene información de segunda y hasta de tercera mano: una opinión de otra opinión, y muchas veces tergiversada. En ese contexto es que “Todos contra la verdad” resulta siendo una cachetada contra la indiferencia y contra los que quisieran persuadirnos de que la reconciliación pasa por olvidarlo todo sin conocer la verdad que aún permanece oculta en los documentos oficiales de Estado a los que la CVR no tuvo acceso, en senderistas reciclados, o en las fosas comunes que aún no se han descubierto.

En todo caso nuestro interés en el libro está centrado en su obstinación por defender los resultados a los que arribó la Comisión de la Verdad y Reconciliación en su Informe Final –el cual ha sido blanco de críticas de parte de sectores vinculados a la izquierda “retrógrada“ y a la derecha "bruta y achorada"–; así como de masificar el contenido del Informe que, por gravísima omisión del Estado, ha quedado relegada a los anaqueles y a algunas bibliotecas especializadas, mas no así a la población joven y al sector popular que solo conocen fantasmas de ese voluminoso documento.