Recuerdo que caminabas presuroso y tu rostro sudaba frío. Cruzaste la avenida sin mirarme siquiera y te perdiste en medio de la noche con la luna sobre tu testa. No sabías lo que hacías, pero lo hiciste: tus manos te delataron. El rojo púrpura estaba en tus manos asesinas. Cruzaste el río seco lleno de un temor glacial, de pronto unos pasos acelerados tras de ti te detuvieron. Tu ojo se detuvo barriendo el lugar: no había nadie. ¿Sería acaso la conciencia, que a todo criminal traiciona, la que te acechaba? Pero el ruido siguió latiendo como un corazón asustado. Aceleraste la marcha y al final del Río Seco te detuviste bruscamente, diste vuelta y ante ti, un perro lánguido miraba tus trastos. “Sólo un perro”, dijiste, “¡qué alivio!”. Se te acercó blandiendo la cola y se puso a observarte. Tu sudor cesó y tu espanto también. Acariciaste su lomo huesudo y seguiste tu rumbo. Tus ojos adquirieron la nictalopía del búho y el alcance del águila; a cada vuelta mirabas sangre esparcida, verde persecutor.
Por eso te refugiaste en tu cuarto oscuro, solo, alejado de la ciudad y del bullicio; pero no eras ajeno a las noticias y a los truculentos titulares:
“AYER A LAS ONCE DE LA NOCHE UN SICARIO ASESINÓ A SANGRE FRÍA AL CORONEL EJÉRCITO PERUANO EN RETIRO, JUAN SALINAS. SE DESCONOCE EL PARADERO DEL CRIMINAL, PERO LAS FUERZAS DEL ORDEN ESTÁN TRAS SUS PASOS”
Y tú esperabas la presunción. A veces me sorprende tu ingenuidad. Aquella noticia te paralizó el cerebro. La imagen del Coronel te invadió, ese rostro violáceo, rogando perdón.
Tus noches se convirtieron en pesadillas y tus pesadillas en terribles realidades. El ánima comenzó a hacer ronda por el caserón exigiendo castigo para ti.
El coronel nunca más te dejó en paz. ¿Recuerdas cuando de noche llegaste a ese cuarto? Él sirvió la cena, comió contigo y se acompañaron toda la noche.
¡Ay Angel, cuándo fue que enloqueciste! No debiste matarlo. ¡Qué impulso asesino te guió hasta el mundanal prostíbulo donde se desfogaba?
Lo habías seguido, sabías a qué hora dormía, con quien caminaba, cuando descansaba, dónde trabajaba, sabías hasta dónde cagaba.
Cogiste el revólver calibre 44 que te obsequió el negro Farfán: “vamos muchacho, hazte hombre”. Te pusiste el pasamontañas que te prestó la mujer del finado Pantoja. Sacaste las llaves del vetusto Toyota del ciego Sánchez y enrumbaste envuelto en un tremedal de voces que te decían: venganza, venganza por Lidia, por Américo, por mamá y papá. Pisaste el acelerador del carro y el letrero de “taxi” encendió su luz.
Te detuviste frente al Bar Negro. Su luz roja parpadeaba en la puerta. Escrutaste el lugar. Dentro, el coronel Salinas, “Leopardo”, acariciaba las piernas de una puta y besaba las mofletudas tetas de otra. Estaba totalmente borracho.
Dos horas después que llegaras, Angel, se despidió de sus amigos. Conocías sus hábitos: acostumbraba tomar el taxi una cuadra después para evitar robos y secuestros. Lo esperaste una cuadra después. Hizo el pare tal como lo planeaste. Sus ojos de tomatillo se perdían en la inmensidad de sus tragos. “A la calle 15 de Prado”, dijo. “A la calle 15 del infierno”, pensaste. Nunca había sucumbido ante las puñaladas del alcohol, pero esa vez lo hizo, quizá acribillado por el peso de los años, sucumbió a un ronquido que te trajo a la memoria a papito Efraín; pero no era momento de insulsas nostalgias. “Asesino de mierda”.
Despertó en un lugar apartado de la ciudad, cubierto de pajarobobos y cañabravas: en el Río Seco. Al fondo, el retumbar de las olas daba al lugar un aire tenebroso. “¡Qué hago acá!”, gritó el coronel. “Tranquilo… Leo”, deslizaste un susurro irónico a sus oídos. “Cholo conche…”, gritó Salinas buscando el arma de entre su saco. “Alto Leo… por que la prisa”, lo encañonaste firmemente. Viste como sus ojos de tomatillo se agrandaban y su semblante ebrio adquiría una sobriedad repentina.
Como un angora que juega con su ratón, conversaron largo y tendido por espacio de tres horas.
“¿Quieres que te cuente una historia mía, Leo?” musitaste a su oído…
Eran casi las 3 de la madrugada. Mi padre estaba sobresaltado, caminaba de aquí para allá, mirándonos a mí y a Américo. Nos consolaba y acariciaba nuestros cabellos. Mamá empaquetaba todos los retratos y ropas viejas. Nadie durmió aquella noche de estruendos y bombardas como hoy, día de San Pedro Pescador. Tenía apenas cinco años, era el menor. Nunca comprendí porqué nos buscaban, porqué habíamos dejado atrás nuestros cerros y pastizales, porqué estábamos en medio del campo rodeado de platanales e higueras, porqué huíamos de todo ser verde. Y pasó. Rodil comenzó a ladrar desesperadamente. El viejo portón de guayaquil que daba a la calle cayó al suelo, la puerta del cuarto fue derribada de una puntapié. Mamá, Papá, Lidia y Américo lagrimeaban: era como una despedida sin palabras. Un sinnúmero de botas cubrió el cuarto. Una voz militar ordenó que todos nos tirásemos al suelo bocabajo, pasando la linterna por cada uno. “Donde está Efraín Mendoza” ordenó la voz y papá fue arrastrado hasta la puerta en un mar de sentimientos encontrado. Gritaba, lloraba, pateaba el aire: lo vendaron. Luego siguió mamá y Américo y Lidia. Qué podía hacer si era el menor. Me abalancé sobre la cabeza del que parecía el jefe, le quité el pasamontañas y… vi tu rostro. Esa tu cicatriz en la cara nunca la olvidé.
Mamá, Américo, Lidio… tronaron tres balazos en el patio en medio de los viejos olivos, y dejaron de gritar. Sólo recuerdo el grito de papá, tres rostros rojos y seis ojos tiesos y yertos al pavor. ¿Acaso no recuerdas lo que pasó aquella noche, amigo Leo? Al día siguiente estaba estuporado, aquellos recuerdos recalcitrantes me sobrecogieron. Ver a toda mi familia colgada de la sombra de los olivos. Nunca lo olvidaré. Tu cabeza pide sangre también, tu cicatriz pide que la abra.
“¡No!, tu padre vive, él no ha muerto por dios”, te suplicó cobardemente y tú le contestaste: No, no, Leo, esa mañana un tumulto rodeaba la playa, escandalizados, mirando tumefactos la trágica escena. Corrí, corrí hacia la playa, brinqué el puquio, por entre los carrizos crucé. Rodil, mi perro, aullaba frente a un cuerpo varado por el mar. Su rostro curtido por la sal y los golpes, lo vi, Leo, le faltaban los dedos y estaba muerto, murió con los ojos abiertos viendo tu cara de mierda como yo la estoy mirando y aborreciendo.
Cuando terminaste tu relato, Salinas lloraba, clamaba por su vida. Tú le eras indiferente. Te pusiste de pie, consultaste tu reloj: 3 de la madrugada, y continuaban sonando las bombardas, y la orquesta tocaba en el caserón, lejos, día de San Pedro: “Nadie oirá tu voz cuando te mate, Leo”, le dijiste; pero Leo no estaba. Corrió espantado por entre los matorrales, ya era casi un anciano, y al instante lo cogiste del brazo. Salinas pedía auxilio; safó de ti y llegó hasta una huerta cubierta por huarangos, pero no le importó: la brincó y sin sentir las punzadas corrió por entre el parral, hasta que una bala en el muslo lo detuvo: era su fin, su inevitable fin. “¡Piedad, piedad!, te daré dinero, todo lo que tú quieras”. Esas palabras resbalaron por tus oídos y se posaron en la punta de tu rencor.
Lo condujiste hasta la playa. Ataste a sus pies y manos dos enorme piedras haciendo que las cargue. Lo obligaste a meterse en el agua. Allí, a pesar de sus gemidos, de sus gritos, le diste un balazo en la otra pierna. Se hundió y su cuerpo debe seguir allí, atollado en el fondo del mar.
La viuda de Pantoja, el negro Farfán y el ciego Sánchez te abrazaron. Bebieron toda la noche celebrando el suceso. Te incorporaste a la fiesta como si nada hubiese ocurrido. Bailaste hasta el amanecer.
De regreso a casa, Rodil te recibió alegre, meneando la cola. Entraste a casa y destapaste la buhardilla para mirar las espinas de huarango que te incomodaban el talón.
Ahora estás en ese mismo cuarto y las ánimas de tu papá, de tu mamá, de Américo y de Lidio se han calmado. Ahora el rostro putrefacto de Salinas te asedia, te llama en cada sueño y en cada somnolencia.
Por lo menos un responso para él, Angelito. Todos lo merecemos.
Al día siguiente temerariamente saliste del caserío, fuiste al bar de la ciudad, bebiste a su nombre, acariciaste las piernas de la misma puta y besaste los senos de la misma otra. Pero hiciste mal. La policía y el ejército vigilaban el lugar. Y fue el barman quien te reconoció. “Ése fue el taxista que lo llevó”, te delató. No te quedó de otra: huiste a toda carrera en la noche, robando una motocicleta. Subiste el Alto Larán, la ciudad de los cerros, igual que tu terruño. Conocías el lugar más que nadie.
Los verdes corrían tras tuyo, te escabulliste en una casa fingiendo ser de la familia. “No jefecitos, es mi hijo que recién ha llegado de Cañete”, te salvó el negro Farfán. Pero el cuento duró poco, al rato volvieron, pero tú ya había huido a las cumbres del Alto Larán. Entraste en una tienda-bar. Mamá, papá, Américo y Lidio comían y bebían festejando tu hazaña. Festejaste y celebraste con ellos hasta embriagarte. Salinas también brindó: “La vida es mejor por estos lares, Angelito, fuera dolor, fuera culpa. Te esperamos”. La incertidumbre hizo mella en tu conciencia, pero continuaste huyendo hasta que se acabaron las casas. Sólo sequedad y molle quedó. Pensaste un momento en tu tierra. Allí permaneciste una semana sin comer ni beber pensando en lo que te habían dicho: “la vida es mejor aquí. Te esperamos”. Te sentías como en casa, rodeado de cerros y molles bajo el cielo azul de tinte serrano.
De no ser por una espina que se te clavó en el talón no hubieras despertado de tu letargo. Regresaste al amanecer, bajaste el Alto Larán cuidándote de verdes. Cogiste un taxi y regresaste al caserío. Entraste al cuarto y te sentaste oyendo el mar. De nuevo las ideas revoloteaban en tu mente, te venció el sopor y caíste al suelo arenoso. Recuerdo que decías despacio, pobre de juicio: “Quiero descansar”.
Habías caminado tanto buscando la anhelada venganza que cuando la conseguiste acabó tu vida. Tus ojos hinchados de aguas diáfanas no reían más. Sin embargo pasabas momentos de sosiego y esos tus males desaforados calmaban un instante y tenías un momento de paz y lucidez.
Una mañana amaneciste con la idea de construir una balsa para hacerte a la mar. Hubo un momento crítico en que esa truculenta obsesión te acabó tanto que no podías ni dormir. Te levantabas en plena noche caminado hacia el río seco cerca al mar construyendo tu balsa a base de troncos de guayaquil. Pero aquella espina en el talón a veces te devolvía el juicio y caminabas sereno; tanto así que recordaba al hermano con quien jugaba a la rueda y a los camioncitos de cabuya.
Un día me sorprendió tu serenidad y calma que no me atreví a impedirte que continuaras con la construcción de tu barquito. Estaba resuelto: “Esta tarde parto, Andrés”, dijiste calmadamente. Sólo atiné a mirarte.
Lo hubiera impedido de no ser por tu actitud: no llorabas, no enloquecías, estabas calmo como la mar en luna llena, como la noche en que comprendí, después de tantos años de ausencia, lejos de casa, la razón de tu venganza; y supe antes que la lechuza chillara, que esa tarde era nuestra despedida. Tus ojos pétreos, todavía se me reflejan en las aceitunas que acompañan a mi pan.
Eran las cinco de la tarde y, sonrientemente, me dijiste que me comiera tu almuerzo porque tú irías un rato a pescar mojarrilllas para la cena.
No te detuve a pesar de saber a dónde ibas verdaderamente. Sólo sentí un gran nudo en la garganta cuando mis ojos se inundaron y tomándote del hombro te abracé tratando de recuperar los años que te abandoné a tu suerte.
Te seguí sigilosamente. Llegaste hacia la boca del Río Seco, el mar embravecía, y tronaban las olas como queriendo tragarse tanta desesperanza. Rodil, tu perro fiel, aullaba por ti, se acercaba rozando su cabeza para impedir esa locura. Sólo lo miraste, viste sus ojos brillosos y te embarcaste atado de pies y manos, viendo el cielo que empezaba a nublarse.
De pronto, frente al horizonte unas nubes negras se aproximaron hacia la costa y el cielo adquirió un color de mar enfermo. Unas gotas gruesas levantaron polvo.
Te noté más rejuvenecido en ese instante, primer día de invierno, 23 de diciembre de 1987. Gota a gota el polvo fue convirtiéndose en lodo. El río empezó a llenarse de aguas sucias. Nos miramos a los ojos, sueño contra realidad. Quise correr para impedir tanta estupidez, pero ya las aguas fluviales bordeaban todo el contorno del río, viéndome en un margen, con Rodil a mi costado.
La balsa fue arrastrada poco a poco hasta que fue tragada por el mar, contigo dentro.
Se marchó mi último hermano, con la tarde, a las 6:33 p.m.
Cuando la lluvia cesó, Rodil y yo dimos la vuelta y regresamos a casa. No sé cómo murió papá, ni mamá, ni Lidio, ni Américo, pero imagino que debió ser para el olvido o la eternidad; sólo así se justifica que Ángel decidiera vengarse a pesar de su repulsión a la violencia. Se fue mi único y último hermano.
Ahora estamos Rodil y yo, bajo la manta de la tarde y la sombra de los olivares, cuidándonos las espaldas, hasta que el mar devore nuestros violentos ríos caudales y nuestras aguas vuelvan a encontrarse en otra dimensión extraña.