miércoles, 9 de mayo de 2012

UN ACERCAMIENTO A LA POÉTICA MARGINAL DE ELMER ARANA




                                                                                                        Por: Víctor Salazar





En un libro titulado “El cine de la marginalidad”, Christian León, demostraba que es a partir de la década del 60, y sobre todo en América Latina, que se comienza a hablar del tema de la marginalidad o de las poblaciones marginales, indicando “a un sector tradicional, sin empleo estable ni ingresos suficientes, necesitado de la gestión del Estado para integrase en la sociedad moderna”. Más adelante concluirá que dicha población es el contrario de términos como sociedad o institución o racionalidad. Como se podrá evidenciar, el término tuvo desde siempre un tono excluyente proveniente del imaginario de los estratos hegemónicos  logrando así perennizar sus concepciones rayanas con el descarte, la dependencia y la excedencia. Hoy, en pleno siglo XXI, el término, al menos en el Perú, ha tomado nuevas direcciones que la complementan y estructuran, dándole una dinámica propia, una música característica y un color local con sabor a chicha y technocumbia.

En “Diario de los suburbios” (Editorial Pasacalle, 2010), Elmer Arana, se apropia de estos elementos, y siguiendo una fórmula ribeyriana, presta su voz a quienes la han perdido por los constantes espaldarazos del sistema. A través de Arana, los personajes de los bajos fondos, cobran vida y se revelan a través de todo el libro ante las ideas preconcebidas de los otros. Es en este poemario donde sus personajes, arrebatados a la cotidianidad, pasando por el niño que delinque hasta el adulto que sucumbe ante el alcohol, filosofan sobre esa pesadilla de vida que les ha tocado vivir y lanzan sus alegatos, no carente de esperanza, exigiendo esa realidad que su humanidad merece. Cabe señalar, que en este poemario, lo marginal no se desprende unilateralmente, sino que evidencian la indiferencia y la indolencia del hombre actual como las peores miserias humanas. Este poemario, por tanto, no es un cuadro de deleite artístico, donde el autor se regodea con beneplácito, sino que asume un rol como escritor con suma criticidad alegórica.
En Umbrales de la Insania, primer poema del libro, por ejemplo, el yo poético de Arana se traslada amargamente hasta los límites de su conciencia infantil, para mostrarnos un cuadro desolador, pero carente de todo dramatismo. Es más, el personaje niño, asume su realidad como un escenario inmerecido y por tanto, se revela ante él,  soñando con el día en que el mundo descubra su horrible rostro en el espejo.

Mi infancia fue una carretilla rodando por los mercados/ entre olor a tráfago y cebollas./ Si quieres saber de mí/ pregúntale a los domingos./ Si quieres saber de mí,/ deberás mirarte al espejo.

Si quieres saber de mi vida,/ vete a mirar al mar  —diría Martín Adán, como una manera de desligarse de la coyuntura existencial. Esto que soy es simplemente eso. Yo solo vivo, pareciera decirnos.
Como es evidente, el personaje de nuestra pequeña historia descubre su no pertenencia a estos suburbios, es más reclama una realidad que no sea la suya, confiando en que su circunstancia no es más que una cuestión coyuntural y la felicidad un motivo constante y pendular.
En “El escolar”, acaso uno de los mejores poemas del libro, el autor persigue a un niño que intenta una educación formal, pero que es ganada por una subcultura que lo lleva a delinquir, mostrándonos la debilidad del sistema educativo y los abismos existentes entre escuela y realidad. Aquí se presenta una lucha por la supervivencia, una lucha constante amenazadora entre la moral y la dignidad. Su lectura me recuerda la voz de Alberto Benavides en un epigrama diciéndonos: A los niños del Perú les digo: antes que mendigar, roben. Pero otro es el decir de Arana:

Yo soy el escolar desharrapado,/ a quien no deben imitar los niños buenos./ Si me vieran por las noches tirando de su cartera,/ deberán entenderme;/ a mí la vida me debe un poco de cartera./ Si en cambio vieran sosegada mi pata de cabra/ tendrán que huir azorados/ porque ya no seré el ristrón que con mustios pastos se conforme.

En una conversación previa a este encuentro, allá en las alturas de Lircay, en Huancavelica, Elmer Arana contaba que algunos de los poemas de este libro habían sido vivenciados,  curiosamente por ese profundo sentimiento de complicidad hacia lo humano y esa rara fascinación por el realismo crudo. Prueba de ello, es el poema El hombre de las alturas, donde el poeta asume el rol de interlocutor para que el criminal de la historia pueda descargar toda su riqueza existencial.


Vivo aquí en las alturas,/ cubierto de silencio y arenal. (…) Abajo habitan los otros,/ con sus luces de neón,/ sus cementos pulidos y trajes que no conocen de esta arena. (…) Mas en las noches soy el rey. Mi imperio descansa entre la niebla. Y entonces desciendo al llano.

Aquí, el personaje real de nuestra historia poetiza su condición y nos la entrega enriquecida cual si fuera una invitación que nos permita prolongar nuestros propios reinos de la sabiduría y acercarnos por un momento hacia los caminos del exceso.

Nada puede detenerme/ cuando la noche me vomita a las avenidas/ como animal prehistórico./ Nada puede mutilarme/ cuando invado el pavimento.

Sin embargo, nuestro personaje reconoce que todo ello no es perenne, que existe el límite, una luz enemiga de los sueños que nos ha de frenar:

Entonces, el sol, enemigo de los sueños,/ vuelve a anularme,/ a desvestirme en el asfalto/ y no tengo más remedio que regresar,/ volver a mis cerros,/ a esconderme en la neblina.

Al final de cuentas, en el sueño o en la vigilia, no somos más que hombres. Como hemos podido advertir, Elmer Arana a lo largo del libro no fabula, ni mucho menos idea con su intelecto aspectos sin evidencia, es más que todo, en este libro, un fotógrafo de lo evidente, un poeta que, propone una lectura de la sociedad, aunque para ella tenga que prestar también su voz y su existencia. Sin embargo, Arana no es un pesimista sino todo lo contrario, ya que piensa, al igual que cualquier teórico estructuralista que esta situación podrá acabarse si las condiciones sociales imperantes también cambian. Por ello, muchos de sus personajes sonríen, porque la vida al final de cuentas es también eso: risa y llanto, un juego:

Yo sonrío/ el cielo es un gran fumadero que respira libertad,/ Aquí nada es distinto…/ todo sabe a estiércol.


Huancayo, mayo de 2012

CÉSAR PINEDA Y SU ARRIBO HACIA UNA POÉTICA VIOLENTA


Por: Víctor Salazar




Hablar de arte poética puede que sea un asunto consabido y por demás antiguo. Aproximaciones teóricas y/o retóricas de lo que debe ser un poema existe ya en la época de los antiguos romanos, para ser más exactos durante los años 20 a.C. Horacio, su mentor, a través de su Ars Poetica, se permitía explicar, desde ya, la seriedad del trabajo creativo y advertía algunos consejos para una mejor soltura en estos terrenos tan agrestes. Poetas de todos los tiempos, han sabido dejar sus considerandos sobre su quehacer poético o sobre su relación que mantienen con ella, dejando entrever lo que un poema es o puede llegar a ser desde su perspectiva artística o social.
Ya en pleno siglo XX, Vicente Huidobro, proclamaba al poeta como un pequeño Dios, un ser capaz de crear mundos inimaginables, un ilusionista, acaso un reformador cuya vigorosidad hallábase en la propia mente del poeta. En esa misma línea, Neruda, veintisiete años después, en 1958, en su poema “El hombre invisible”, menguaba esta idea señalando que el poeta no poseía ninguna superioridad, si es que alguna tenía, indicando, en todo caso, que ésta residía en el saber contemplar los derroteros del tiempo, para no caer en el hielo del mundo: En él decía:

 Yo no soy superior / a mi hermano” (…) Sólo yo no existo, yo soy el único / invisible.

En nuestro país, ha sido la voz de Martín Adán, quien ha intentado una concepción y/o acercamiento a lo que llamamos con tanta facilidad poesía. En su Escrito a ciegas afirma que: La  Poesía es,/ inagotable, incorregible, ínsita./ Es el río infinito/ Todo de sangre, / Todo de meandro, todo de ruina y arrastre de vivido...
En fin, mucho puede decirse sobre el respecto, ya que diversas son las concepciones del trabajo poético, su finalidad y su compromiso. En esta oportunidad es César Pineda Quilca quien, conciente o inconscientemente, también se ha atrevido a dejar constancia de su quehacer como poeta. En “El arribo de un éxtasis violento” (Toro de trapo editores, 2011), ópera prima de Pineda, muchas son las afirmaciones que de ella se derivan y aunque dispersas, creemos forman un corpus operandi, donde el yo poético se viste de mocedad y bisoñez, para poetizar sus alegatos desde el llano ante quienes se sienten dueños de la palabra, y que a manera de ejercicio, le sirve a nuestro poeta, para también postular sus concepciones literarias, las cuales hemos querido sintetizar en esta oportunidad
En un primer momento, Pineda se refiere a la actividad poética, como una descarga eléctrica, para señalar los efectos que ésta tiene en el yo cotidiano, acaso como una especie de revelación que nos compromete a salir de nuestra caverna y asumir cierta responsabilidad para con nuestra verdad recién llegada. En “Escribir el poema”, el poeta afirma:

Como quien recibe/ Una fuerte descarga eléctrica./ Así es el poema./ Terrible sacudón de un torbellino sin calma./ Manotazo de ahogado/ Después de un oleaje de nervios.

Pasada la conmoción, Pineda, comprende que este es solo el primer paso, el sacudón, como bien afirma, ya que luego queda la responsabilidad, la toma de verdadera conciencia ante la hoja en blanco. Y se pregunta intrigado quiénes serán aquellas personas que, entregadas a su verdad, se comprometan a hacerla extensiva a través de este ingrato oficio de la palabra, que aúlla sola en medio de un desierto de personas.

Quién de ustedes/ Podrá lanzarse/ Al poema/ Para terminar/ Clavado debajo de la tierra. (Incógnita 2)

                La pregunta es certera, si se tiene en cuenta que la poesía es una entidad que está presente en la totalidad de las cosas. Incluso en nosotros mismos, pero sabiendo ello, ¿quién debe asumirla? Pineda, la asume, y en su soledad lanza botellas al mar, entregando ciertas verdades, buscando complicidad, como lo demuestran los versos que siguen: 
Todo poema/ No es más que una sombra/ Que nos persigue a todas partes./
Una/ Puerta oculta./ A veces/ Nuestra única salida. (Penumbra)

                O en un ruego común, invoca a los hombres a lanzar su palabra como aquel que despide una piedra y rompe una ventana en plena calle, causando la conmoción del respetable, para luego huir.

Escribe,/ Hermano, escribe./ Si no lo haces pronto/ Nadie sabrá que has existido./ Hazlo / Pronto y desaparece.

O cuando señala la renovación del mundo a través de este inmenso diálogo que puede llegar a ser la palabra.

Cuando exista/ Un lector de poemas/ Se acabará el mundo y temblará de nuevo toda la tierra.

                    El poema como permanencia o salvación, esas son  las dos verdades a las que ha arribado Pineda en esta estancia del poemario. Y he aquí, tal vez, la tragedia o la gloria del poeta: encontrar los pasos que le permitan cruzar esa puerta. Se sabe solo y para ello, estira su mano como un mendigo, ante quienes puedan prodigarle nuevas verdades que le permitan seguir creando:

Leo un poema/ Y estiro / Mi mano / Como un mendigo. (S.O.S)

Aunque el camino de la creación pueda parecer desolador, la voz del poeta sabe que la verdadera alegría está en intentar la escarpada. Sin embargo, es imposible no expresar los arrebatos ante su primera caída. En No hay más que decir, el poeta concluye:

Ya no pienso escribir./ Por escribir uno se enferma./ Prefiero leer en este momento./
Y olvidarme de todo.  

Es cierto,  que todo ha sido dicho. Los grandes temas del mundo han sido explotados con maestría por muchos poetas antes que nosotros. Entonces, qué nos queda. ¿Seguir hurgando en nuestra realidad más cercana? ¿Seguir asumiendo que el poema sea la suma de nuestras partes? Rilke, invitaba a recurrir los motivos que cada día nos ofrece nuestra propia vida. Describir nuestras  tristezas y nuestros anhelos, nuestra fe en algo bello; dicho todo con íntima, callada y humilde sinceridad. Pues, para un espíritu creador, no podía existir la pobreza.
                En ese sentido, nuestro poeta asume su primera caída como una estancia de aprendizaje y madurez, una de muchas otras que seguirán sucediéndose en el camino. Mientras tanto, el poeta de nuestra historia sueña y declara con resuelta ironía a los cuatro vientos lo que espera de los días: Ser el dios de sus propios poemas.

                A VECES/  Me computo/ Dios de este poema.

Pineda, es cauto en cuanto a su palabra. Sabe que el camino elegido es arduo. Pero, recogiendo las pistas dispersas en “El arribo de un éxtasis violento”, podemos deducir que su arte poética señala que la poesía es: asombro, arrojo, salvación, diálogo perpetuo, unión, renovación, humildad, decepción y gloria. Este es el derrotero mostrado por el poeta. Una imposibilidad de configurarse victorioso, como diría Paolo Astorga en el colofón del libro. O más aún: una puerta oculta que invita a ser violentada por la palabra.


Lircay, mayo de 2012