En un libro titulado
“El cine de la marginalidad”, Christian León, demostraba que es a partir de la
década del 60, y sobre todo en América Latina, que se comienza a hablar del
tema de la marginalidad o de las poblaciones marginales, indicando “a un sector
tradicional, sin empleo estable ni ingresos suficientes, necesitado de la
gestión del Estado para integrase en la sociedad moderna”. Más adelante
concluirá que dicha población es el contrario
de términos como sociedad o institución o racionalidad. Como se podrá evidenciar, el término tuvo desde
siempre un tono excluyente proveniente del imaginario de los estratos
hegemónicos logrando así perennizar sus
concepciones rayanas con el descarte, la dependencia y la excedencia. Hoy, en
pleno siglo XXI, el término, al menos en el Perú, ha tomado nuevas direcciones
que la complementan y estructuran, dándole una dinámica propia, una música
característica y un color local con sabor a chicha y technocumbia.
En
“Diario de los suburbios” (Editorial Pasacalle, 2010), Elmer Arana, se apropia
de estos elementos, y siguiendo una fórmula ribeyriana, presta su voz a quienes
la han perdido por los constantes espaldarazos del sistema. A través de Arana,
los personajes de los bajos fondos, cobran vida y se revelan a través de todo
el libro ante las ideas preconcebidas de los otros. Es en este poemario donde sus personajes, arrebatados a la
cotidianidad, pasando por el niño que delinque hasta el adulto que sucumbe ante
el alcohol, filosofan sobre esa
pesadilla de vida que les ha tocado vivir y lanzan sus alegatos, no carente de esperanza,
exigiendo esa realidad que su humanidad merece. Cabe señalar, que en este
poemario, lo marginal no se desprende unilateralmente, sino que evidencian la
indiferencia y la indolencia del hombre actual como las peores miserias
humanas. Este poemario, por tanto, no es un cuadro de deleite artístico, donde
el autor se regodea con beneplácito, sino que asume un rol como escritor con
suma criticidad alegórica.
En
Umbrales de la Insania, primer poema
del libro, por ejemplo, el yo poético de Arana se traslada amargamente hasta
los límites de su conciencia infantil, para mostrarnos un cuadro desolador,
pero carente de todo dramatismo. Es más, el personaje niño, asume su realidad
como un escenario inmerecido y por tanto, se revela ante él, soñando con el día en que el mundo descubra
su horrible rostro en el espejo.
Mi
infancia fue una carretilla rodando por los mercados/ entre olor a tráfago y
cebollas./ Si quieres saber de mí/ pregúntale a los domingos./ Si quieres saber
de mí,/ deberás mirarte al espejo.
Si quieres saber de mi vida,/ vete a
mirar al mar —diría Martín Adán, como una manera de
desligarse de la coyuntura existencial. Esto que soy es simplemente eso. Yo
solo vivo, pareciera decirnos.
Como
es evidente, el personaje de nuestra pequeña historia descubre su no
pertenencia a estos suburbios, es más reclama una realidad que no sea la suya,
confiando en que su circunstancia no es más que una cuestión coyuntural y la
felicidad un motivo constante y pendular.
En
“El escolar”, acaso uno de los mejores poemas del libro, el autor persigue a un
niño que intenta una educación formal, pero que es ganada por una subcultura que
lo lleva a delinquir, mostrándonos la debilidad del sistema educativo y los
abismos existentes entre escuela y realidad. Aquí se presenta una lucha por la
supervivencia, una lucha constante amenazadora entre la moral y la dignidad. Su
lectura me recuerda la voz de Alberto Benavides en un epigrama diciéndonos: A los niños del Perú les digo: antes que
mendigar, roben. Pero otro es el decir de Arana:
Yo
soy el escolar desharrapado,/ a quien no deben imitar los niños buenos./ Si me
vieran por las noches tirando de su cartera,/ deberán entenderme;/ a mí la vida
me debe un poco de cartera./ Si en cambio vieran sosegada mi pata de cabra/
tendrán que huir azorados/ porque ya no seré el ristrón que con mustios pastos
se conforme.
En
una conversación previa a este encuentro, allá en las alturas de Lircay, en
Huancavelica, Elmer Arana contaba que algunos de los poemas de este libro
habían sido vivenciados, curiosamente
por ese profundo sentimiento de complicidad hacia lo humano y esa rara fascinación
por el realismo crudo. Prueba de ello, es el poema El hombre de las alturas,
donde el poeta asume el rol de interlocutor para que el criminal de la historia
pueda descargar toda su riqueza existencial.
Vivo
aquí en las alturas,/ cubierto de silencio y arenal. (…) Abajo habitan los otros,/ con sus luces de neón,/ sus cementos pulidos
y trajes que no conocen de esta arena. (…) Mas en las noches soy el rey. Mi imperio descansa entre la niebla. Y entonces
desciendo al llano.
Aquí,
el personaje real de nuestra historia poetiza su condición y nos la entrega
enriquecida cual si fuera una invitación que nos permita prolongar nuestros
propios reinos de la sabiduría y acercarnos por un momento hacia los caminos
del exceso.
Nada
puede detenerme/ cuando la noche me vomita a las avenidas/ como animal
prehistórico./ Nada puede mutilarme/ cuando invado el pavimento.
Sin
embargo, nuestro personaje reconoce que todo ello no es perenne, que existe el límite, una luz enemiga de los sueños que nos ha de frenar:
Entonces,
el sol, enemigo de los sueños,/ vuelve a anularme,/ a desvestirme en el
asfalto/ y no tengo más remedio que regresar,/ volver a mis cerros,/ a
esconderme en la neblina.
Al
final de cuentas, en el sueño o en la vigilia, no somos más que hombres. Como
hemos podido advertir, Elmer Arana a lo largo del libro no fabula, ni mucho
menos idea con su intelecto aspectos sin evidencia, es más que todo, en este
libro, un fotógrafo de lo evidente, un poeta que, propone una lectura de la
sociedad, aunque para ella tenga que prestar también su voz y su existencia.
Sin embargo, Arana no es un pesimista sino todo lo contrario, ya que piensa, al
igual que cualquier teórico estructuralista que esta situación podrá acabarse
si las condiciones sociales imperantes también cambian. Por ello, muchos de sus
personajes sonríen, porque la vida al final de cuentas es también eso: risa y
llanto, un juego:
Yo
sonrío/ el cielo es un gran fumadero que respira libertad,/ Aquí nada es
distinto…/ todo sabe a estiércol.
Huancayo,
mayo de 2012